LA ENTRADA DEL REY JESUS...QUE NADIE ENTENDIÓ


En los próximos días se celebrará la Semana Santa, y para muchos será sólo un fin de semana largo que se aprovechará para salir a pasear, comer mariscos, y comprar huevos de chocolate. Toda esa miope visión humana, contrasta con el drama cósmico que se desarrolló hace más de dos mil años atrás en la ciudad de Jerusalén, y que cambió la historia humana, permitiéndonos hoy vivir en Cristo una vida trascendente.

JESÚS

Cuando se escriben biografías o semblanzas de los grandes personajes de la historia, el énfasis está en lo que hicieron durante su vida, y apenas unas líneas nos hablan de su muerte. Sin embargo, con Jesús pasa algo diferente, no sólo se narra su obra, sino que los cuatro evangelios relatan en detalle su última semana en la tierra, enfocando minuciosamente en cada situación que lo condujo a su crucifixión, muerte y resurrección. Esta forma de relato, hace únicos a los evangelios entre todos los libros religiosos y seculares que existen.

La Semana Santa que recordamos, comienza cuando Jesús entra en Jerusalén el día domingo. Una entrada que el Señor preparó cuidadosamente, acordando previamente con el dueño de una burrita, que sus discípulos la irían a buscar en el momento adecuado. (Mt.21:1-3) ¿Por qué lo hizo? Para cumplir la profecía de Zacarías, 500 años atrás. El evangelio de Mateo así da cuenta: "Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el profeta, cuando dijo: Digan a la hija de Sion: He aquí, TU REY viene a ti, manso, y sentado sobre una burra, sobre un burrito, hijo de animal de carga. Y los discípulos fueron, e hicieron como Jesús les mandó; y trajeron la burra y el burrito, y pusieron sobre ellos sus mantos; y él se sentó encima” (Mateo 21:4-7).

Por espacio de tres kilómetros, distancia que separaba a Betfagé de Jerusalén, una muchedumbre espontánea comenzó a seguirlo y a vitorearlo estruendosamente. La Biblia dice: “Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino. 9 Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hossanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:8,9). Es notorio que las expresiones "Hossana al Hijo de David" y "Hossana en las alturas", eran abiertamente mesiánicas, reconociendo a Jesús como Rey, y que en arameo significaban "Sálvanos te lo pedimos". Además, es interesante darnos cuenta que por primera vez Jesús  aceptó gustosamente todas esas alabanzas, cosa que nunca había permitido durante su ministerio, pues Él sabía lo que ahora estaba sucediendo.

Debido al estruendo y a la ruidosa algarabía que trastornó la tranquilidad de Jerusalén, los celosos fariseos le instaron a que hiciera callar a esa multitud, a lo que el Señor respondió: "Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían" (Lucas 19:40). Y es que Jesús sabía perfectamente que su entrada en Jerusalén como Rey, marcaba el preámbulo de su muerte, su gloriosa resurrección y el inicio de una nueva realidad espiritual. Sus discípulos en cambio, no calibraban lo que estaba sucediendo, pues sus pensamientos iban más bien por el lado de calcular los beneficios humanos que implicaría para ellos que su maestro fuera el Mesías prometido. 

De hecho, Juan en su evangelio, confiesa que ellos no entendieron lo que estaba sucediendo con aquella entrada triunfal, y lo describe así: “Al principio, sus discípulos no entendieron lo que sucedía. Sólo después de que Jesús fue glorificado se dieron cuenta de que se había cumplido en él lo que de él ya estaba escrito”. (Juan 12:16).

LOS MATICES

La escena de Jesús montado en la burrita mientras la multitud le vitoreaba, tenía varias lecturas: por un lado mostraba a una muchedumbre enfervorizada que habían venido a Jerusalén a celebrar la Pascua, que recordaba la liberación de la esclavitud de Egipto y para ello sacrificaban corderos, según la Ley ordenaba. Lo que no sabía esa muchedumbre que le alababa y tendía sus mantos a su paso, era que el  verdadero cordero de Dios estaba entrando a la ciudad para ser sacrificado en la Pascua, y así perdonar los pecados de todo el mundo.

Y por el otro, estaba aquel matiz íntimo, que no era visible para esa muchedumbre no pensante, y que mostraba al Señor Jesús consciente que esta sería su última semana en la tierra, y por ello es que cuando llega a un recodo del camino, observa la ciudad de Jerusalén y llora. (Lucas 19:41) Debió haber sido escalofriante ver esos rostros que en estos momentos lo están vitoreando y aclamando, pero que en unos días más estarán también gritando que lo crucifiquen ¿Qué poder movía al Señor para seguir adelante, sabiendo y conociendo el sucio y voluble corazón humano? ¿Qué sustentaba su determinación? La respuesta es una sola: Su amor hacia esos que estaban perdidos y que vagaban sin rumbo. (Mt.9:36)

EL AMOR DE DIOS

Y es que el amor de Dios no es ese sentimiento humano que desaparece como el enamoramiento. Su amor es la vida que mueve todo cuanto existe, por eso es que Dios no siente amor, pues Él es amor. Sólo ese maravilloso amor podía hacer posible este drama cósmico que se estaba llevando a cabo, donde el Creador del universo, el que formó cada planeta y llama a las estrellas por su nombre (Salmo 147:4), ahora lloraba en la soledad interior más absoluta, pues ninguno entendía lo que Él iba a hacer, y aquellos a los que había creado, pronto estarían deseando su muerte.

Fue Su inmenso amor lo que movió a Jesús a pasar por el dolor de la traición y el abandono de sus íntimos, la burla, un juicio injusto, la tortura, el desprecio y la crucifixión. Fue su amor que se verbalizó al decir: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Luc.23:34), mientras miraba a aquel que levantaba el martillo con el que golpeaba el clavo que lo traspasaba. Fue su amor el que derramó sobre ese populacho que un día pensaba una cosa y luego otra, y a pesar de eso no abrió su boca ni se defendió (Isaías 53:7). Fue Su amor el que lo sujetó a los maderos de la cruz y no lo clavos.

Es Su amor que no cambia, lo que nos sigue perdonando y levantándonos del pantano del fracaso y del dolor. Es Su amor el que sigue ofreciéndonos a raudales cada día. ¿Por qué lo hace, por qué derrocha Su amor en nosotros si no somos tan distintos de aquellos que lo traicionaron, vitorearon y luego pidieron su crucifixión? Lo hace para que entendamos que sólo Su amor puede transformarnos de religiosos a súbditos del Rey. Sólo Su amor nos da la claridad para vivir pegados a la Vid Verdadera y no a la falsa. Es Su amor lo que nos hace vivir la vida abundante, y sin temor (1 Juan 4:18). Es Su amor lo que nos enseña a crucificar la vieja naturaleza cada día, para que así podamos experimentar la vida "sentados en los lugares celestiales en Cristo" (Efes.2:6).

FINAL

El Señor Jesús entró en Jerusalén hace más de dos mil años atrás y nadie lo entendió...¿Lo entendemos nosotros hoy? ¿Vivimos Su amor transformador?

"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que el él cree, no se pierda, más tenga vida eterna". (Juan 3:16)

 

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