DIOS NO QUIERE TU RELIGIOSIDAD, QUIERE TU CORAZÓN
“Dios no quiere tu
religiosidad, quiere tu corazón”. Esta frase que es tan sencilla de leer, resulta
profundamente difícil de entender, pues hoy no tenemos tiempo para Dios. Tenemos tiempo para todo; trabajar, estudiar, estar conectado a las redes sociales, ir al mall, ver la teleserie favorita, el partido de futbol o el reality de moda, pero no tenemos tiempo para la
reflexión, la introspección. Entonces, acallamos nuestra conciencia haciendo cosas para el Señor,
dedicando tiempo para asistir o participar en actividades espirituales domingo a domingo o semanales. De esta manera pensamos que estamos
cumpliendo con Dios, sin darnos cuenta, que estamos dejando de lado lo más
importante que es estar íntimamente con Él.
¿Invitación o mandato?
El problema
es que hemos aguado el evangelio, sin darnos cuenta, lo hemos acomodado a
nuestra medida, partiendo por el hecho que en nuestro medio cristiano a nadie
le llama la atención que se “invite a las personas a aceptar a Jesús”, es más, muchas
veces forma parte obligatoria de muchas reuniones como signo de espiritualidad y celo evangelizador. Sin embargo, no reflexionamos que la Biblia en ninguna parte
dice se “invite a las personas a recibir a Cristo”, pues ante una invitación,
la persona tiene varias alternativas; aceptar, dilatar o rechazar, es decir, la
decisión está en manos de ella y por eso que cuando la persona “acepta” a
Jesús, queda la sensación inconsciente que le está “haciendo un favor” al “aceptar su invitación” y quizás, por eso, es que el compromiso generalmente
es meramente formal y religioso. Incluso cantamos "he decidido seguir a Cristo", o nos dicen "Jesús te llama, porque te necesita". Que miopía y orgullo espiritual. ¡No hemos entendido, que es Él quien nos
acepta y que somos nosotros lo necesitamos a Él!. Por decirlo de una manera humana, ¡Él es quien nos hace el favor a nosotros¡
La vara alta
El Señor jamás “invitó a las personas a seguirle”, con toda autoridad Él decía "Sígueme"y eso en ningún caso es una invitación, es un orden dada por Rey, y ante ella, sólo hay dos opciones: obedecer o desobedecer. Jesús, el Kirios, el Amo Absoluto, el Señor de Señores, siempre dejó muy claro que el compromiso con Él era la primera prioridad de toda persona que le siguiera.
Cuando llamó a los doce apóstoles, les dijo a cada uno "sigueme" y ellos obedecieron inmediatamente. El Señor
Jesús jamás acomodó el evangelio, siempre puso la vara muy alta y por eso, ante Su llamado, muchos trataron de acomodarlo. Veamos algunos
ejemplos bíblicos: Un día se le acercó el joven rico y le preguntó: "Maestro
bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?" (Lucas 18:18). Y
aunque este joven había guardado la ley desde su niñez, Jesús le respondió: "Todavía
te falta una cosa: vende todo lo que tienes (.,) Luego ven y sígueme" (v.
22), note que el “ven y sígueme” es una orden, no una invitación. ¿Qué
pasó con ese joven? Desobedeció, pues su seguridad era su dinero y se retiró
triste, sin salvación.
Lo más
probable es que, si el joven hubiese estado dispuesto a vender todas sus
posesiones, Jesús le hubiera dicho que no lo hiciera, pues había pasado la
prueba. Como vemos, Jesús jamás acomodó el evangelio, pero quizás nosotros le
hubiésemos dicho a ese joven: “está bien, vemos que eres un buen tipo, ven a
nuestra iglesia, ora y cuando estés listo, acepta al Señor, no te preocupes”.
Lucas nos
relata otra ocasión, Jesús le dice a otro hombre: “Sígueme. Él le dijo: Señor,
déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los
muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios. (Lucas
9:59,60)
La
respuesta de Jesús fue que dejara que otros se ocuparan del funeral. El Señor
desde el comienzo quería dejar muy en claro que Él era más importante que el
padre, la madre o cualquier otra persona. “El que ama a padre o madre más que a mí, no
es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí”
(Mt.10:37). Si nos damos cuenta, Jesús no hace invitaciones, es el
Soberano del reino que tiene toda la autoridad, Él ordena pues es el Kirios, el
Señor de Señores. 61 Entonces también dijo otro: Te seguiré, Señor; pero déjame que me
despida primero de los que están en mi casa. 62 Y Jesús le dijo: Ninguno que
poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.
(Lucas 9:61,62)
Aquí
tenemos otro ejemplo donde este hombre, queriendo congraciarse con el Señor, le
ofrece seguirlo, pero de nuevo Jesús no baja la vara que ha puesto, pues tenía
muy claro que nada podía oscurecer el más importante principio del discipulado
que es la obediencia, pues Él es el rey y debe estar primero. Todas esas
personas, tenían otras prioridades.
Alguien
podría pensar que Jesús es insensible, pero no es así, Él busca que entendamos que Él debe ser nuestra razón de vida, pues no busca seguidores, sino adoradores que han entregado el corazón a Él.
Pero
nuestra religiosidad es tan grande, que pensamos que, por el hecho de asistir
fielmente a algún lugar, “ya les hemos dado nuestro corazón”, cuando no es así.
Por eso Él permite alguna crisis profunda o un fracaso total para que
despertemos y nos demos cuenta, que sólo le hemos estado dando migajas a aquel
que lo dio todo por nosotros.
Él quiere
nuestro corazón, porque Dios ya nos dio el suyo y eso es algo sólo entendemos
cuando estamos en el suelo, derrotados y envueltos en el dolor y cuando no
podemos ofrecerle nada, es allí que entendemos que nos ama con amor eterno e
incondicional.
Nuestra
vida cristiana empieza en Él y termina en Él, no hay nada que podamos ofrecer
al Rey de Reyes, al Alfa y Omega, excepto rendirnos y ofrecernos nosotros
mismos a Él. Por eso Dios permite la crisis, el dolor, para que despertemos,
nos detengamos y escuchemos el susurro de Su voz hablando a nuestro corazón:
“Ven a mí y descansa” (Mt.11:28).
Como
religiosos hacemos tantas cosas por el Señor, que no tenemos tiempo para estar
con Él, sin entender que cuando Jesús nos llama es precisamente a “estar con
él”. La escritura lo dice: “Y escogió a los doce, para que estuvieran con Él”
(Marcos 3:14). Jesús no quiere nuestra religiosidad, él quiere nuestro corazón.
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